Tras la
independencia de la mayoría de las colonias americanas en el primer cuarto del
siglo XIX (Ayacucho, 1824), España solo
conservo Cuba, Puerto Rico y Filipinas. En estos territorios se mantuvo la
administración colonial en base a una lucrativa agricultura de exportación
(azúcar, tabaco etc.) para la metrópoli sin aceptar las crecientes
reivindicaciones de sus habitantes, en especial de los grupos criollos. Las duras leyes arancelarias impuestas por
Madrid que impedían a la isla comercias libremente con otras áreas, y de la que
se beneficiaba solo una reducida oligarquía esclavista, perjudicaban, empero, a
la mayoría de la población cubana.
En estas
condiciones, el conflicto (“Guerra
Larga”, 1868-78) estallo en Cuba durante el Sexenio Revolucionario y fue
sofocada por Cánovas en 1878 (Paz de
Zanjón). Había sido un primer aviso serio de las aspiraciones
independentistas cubanas. Los habitantes de la isla esperaban que el nuevo
gobierno les concediese una representación política similar a la de los
españoles, un mayor grado de autogobierno, unas reformas económicas que
aumentaran su libertad de comercio y la abolición de la esclavitud. La
oposición de los grandes propietarios, los negreros y los comerciantes
peninsulares impidió la concesión de
ninguna de estas peticiones. Por este motivo, los cubanos fueron
inclinándose cada vez más hacia posiciones independentistas. El líder que
aglutino sus fuerzas fue José Martí,
quien nunca había aceptado los acuerdos de la paz de Zanjón.
La subida de
los Aranceles cubanos ocasiono la protesta de Estados Unidos, principal cliente
de la isla. La negativa de España a rebajar ese arancel provoco una respuesta
amenazante de los norteamericanos, que hacía temer su apoyo a la insurrección.
Finalmente, la guerra estallo de nuevo
en febrero 1895 (“Grito de Baire”), extendiéndose de forma generalizada por
toda la isla. Los líderes, Martí y Máximo Gómez, lanzaron el Manifiesto de
Monte Christi, verdadero programa del movimiento independentista. Una dura y
cruel guerra volvió a provocar que decenas de miles de soldados de extracción
humilde, reclutados por el sistema de
quintas, fueran embarcados. La respuesta del gobierno español fue de tipo
militar, con una dura represión (la “reconcentración de Weyler”) que no logro
acabar con los sublevados. Las dificultades de aprovisionamiento, el mal
entrenamiento de los soldados y las enfermedades hicieron mella en el ejército
español, incapaz de alcanzar la victoria. Ante este panorama, se intento una
estrategia de conciliación, ofreciendo
una amplia autonomía política y económica a la isla, que los rebeldes,
apoyados ahora por Estados Unidos, no aceptaron.
Los
norteamericanos, interesados comercialmente en la isla y deseosos de agrandar
su influencia en el Caribe y Centroamérica (su “back courtyard”), termino con
la declaración de guerra del presidente
McKinley a España tras el incidente
del Maine, un acorazado norteamericano que estallo en el puerto de La
Habana accidentalmente, hecho que estados Unidos utilizo como falso motivo
(después de una furibunda campaña periodística en contra de España). La enorme
diferencia en potencial militar ocasiono la rápida derrota de España, que hubo
de firmar la Paz de Paris en
diciembre de 1898, por la que se comprometía a abandonar Cuba, Puerto Rico y
Filipinas, que pasaron a ser protectorado norteamericano.
La perdida de
las ultimas colonias en 1898 supuso una enorme crisis política (no tanto económica) y moral para el país, que
causo un gran impacto psicológico en
los españoles, un sentimiento de fracaso y desencanto ante la evidencia de que
España había perdido lo poco que le quedaba de su otrora gran imperio y de su
paso a la condición de potencia de segunda categoría.
Este desastre del 98 impulso un movimiento,
conocido como Regeneracionismo, muy
crítico con la realidad española, que planteaba la necesidad de profundas
reformas para lograr la modernización económica, el avance de la educación y la
ciencia, la mejora del campo, etc. El más conocido representante político del
Regeneracionismo fue Joaquín Costa
que denuncio al caciquismo como uno de los males del país y pedía, bajo el lema
“escuela y despensa”, reformas económicas y sociales. El Desastre propicio el desgaste progresivo de los partidos
dinásticos o del turno (conservadores y liberales) y alentó el crecimiento
de los nacionalismos cada vez menos identificados con la idea de España, así
como el movimiento obrero y del republicanismo y propicio la formación de la Generación del 98 (Unamuno, Baroja,
Azorín…), un grupo de pensadores y literatos pesimistas respecto a nuestra
historia y partidarios de una gran regeneración moral del país.
La gran crisis
del 1898 acabo con el sistema de la
Restauración que había diseñado Cánovas y obligo a los futuros gobiernos a
seguir una política de reformas que no fue lo suficientemente profunda para
cambiar las cosas y resolver los cada vez más complicados problemas del país.
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