jueves, 7 de febrero de 2013

El Problema sucesorio al final del reinado de Fernando VII



El reinado de Fernando VII estuvo marcado desde el inicio por el enfrentamiento entre los liberales, que habían logrado un cambio revolucionario por medio de la Constitución de 1812, y los absolutistas, que se resistían a ese cambio. El propio rey era partidario del absolutismo y solo por la fuerza había admitido la constitución, que derogo en cuanto pudo. Las tensiones entre ambos bandos fueron en aumento a lo largo del reinado, así como la represión  y los episodios violentos (exilios, fusilamientos, golpes de Estado, sublevaciones de paridas guerrilleras, etc.).

A la altura de 1830, también las posiciones en el absolutismo español estaban más divididas que nunca, en torno a la cuestión de la sucesión de Fernando VII, entre reformistas y realistas-carlistas. Estos últimos aspiraban a que el sucesor de Fernando, mientras este no tuviera descendencia, fuese a su hermano Carlos María Isidro, representante del absolutismo más conservador.

[La cuestión de la sucesión del rey era un problema político de fondo, que iba más allá de cuestiones de carácter jurídico. Un descendiente directo del rey, postergaba los derechos a la corono de su hermano y por tanto representaba una esperanza de cambio político para reformistas y liberales.]

En 1830, cuando nadie lo esperaba, el rey tuvo una hija fruto de la unión con María Cristina, Isabel, que garantizaba la continuidad de la dinastía. Sin embargo el hecho de que fuera niña, suscito un debate entre los partidarios de aplicar la Ley Sálica – vigente desde 1712- que impedía el acceso de las mujeres al trono, y los que defendían su abolición. Estos últimos argumentaban que las Cortes de 1789 habían restablecido el Código de las VII Partidas que establecía que “si el rey no tuviera hijo varón, heredaría el reino la hija mayor”. Sin embargo este acuerdo no había sido promulgado por lo que no tenia vigencia. El rey, en último termino, aprobó la Pragmática Sanción en marzo de 1830, que sancionaba la Ley de Cortes de 1789 y por tanto permitió heredar el trono a su hija. Nacida en octubre de 1830). Este conflicto legal escondía otro tipo político mucho más complejo. La aplicación de la Ley Sálica implicaba que el trono fuese ocupado por el príncipe Carlos María Isidro, hermano del rey y máximo representante de absolutismo más conservador e inmovilista. En torno a este personaje se unieron los sectores más perjudicados por la caída del Antiguo Régimen: parte de la nobleza y de la iglesia en su defensa del tradicionalismo católico, campesinos y artesanos temerosos de perder la seguridad que el Antiguo Régimen les proporcionaba, funcionarios y militares ultraconservadores, defensores de los fueros en las regiones que aun los mantenían, etc. Todos ellos integraron el bando llamado carlista.

A pesar de los intentos de los carlistas de influir en la voluntad del rey – ya moribundo – para que derogase la Pragmática Sanción (sucesos de La granja en 1832), a su muerte en 1833, su esposa  María Cristina ocupo la regencia, dad la minoría de edad de Isabel. Inmediatamente,  los carlistas se sublevaron con la intención de expulsar a Isabel del trono y colocar en su lugar a Don Carlos. Asi dio comienzo la Primera Guerra Carlista, una autentica guerra civil en la que se dirimía el modelo de sociedad: la continuidad del Antiguo Régimen o la implantación del liberalismo.

La regente no tuvo más remedio que buscar el apoyo de los sectores próximos al liberalismo para salvar el trono de su hija. El gesto hacia los sectores liberales fue la concesión de una amnistía. El bando cristino, es decir, los partidarios de la regente María Cristina y su hija Isabel, estaba formado por los sectores más moderados del absolutismo, partidarios de realizar algunas reformas administrativas (Cea Bermúdez), los liberales, gran parte del ejercito, los altos funcionarios y la jerarquía de la Iglesia, que veían las reformas liberales como inevitables, las clases medias, la burguesía de los negocios y los intelectuales, entre otros.

Los carlistas lograron importantes triunfos al comienzo de la guerra, pero el fracaso en la conquista de Bilbao y, más tarde, en el asalto a Madrid, fueron mermando su capacidad militar, quedándose poco a poco recluidos en sus bastiones del norte peninsular y del Maestrazgo, hasta que el agotamiento les llevo a iniciar las negociaciones con el ejército gubernamental, mandado por el general Espartero, y firmar la rendición en el llamado Abrazo de Vergara (1839). El carlismo seguiría activo y con fuerte arraigo, sobre todo en el norte, a lo largo de todo el siglo XIX, aunque en ningún caso pudo impedir el triunfo de la revolución liberal.


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